25 noviembre, 2010

Negro


Caminaba a pasos tranquilos, livianos, tenues y silenciosos, casi flotando sobre la superficie de un piso que no podía ver, ni tocar con los pies. Avanzaba o permanecía, no había frontera, no había dolor, ni goce, ni sufrimiento, la mente estaba limpia, libre y pura, casi como el primer día antes de nacer. Todo era inmenso, enorme y eterno como la nada, que en realidad era, porque sus aparentes pies se movían. Nada interrumpía su caminar ni su vista, y a su vez, nada podía ver, ni si quiera sus manos, si es que algún vestigio de todo eso existía.

Nada aparecía, estaba inserto o quizás fuera de todo, como si fuese ajeno y propio a la vez. Era solitario, altanero, soberbio, así era, el abismo que le envolvía, alrededor, arriba y bajo el.

No existían distancias, ni rutas, ni tranvías, sólo la enormidad de la nada en la profunda paz que suponía.

Los pasos siguieron siendo narrados, expuestos con generosidad, con intriga, eran propios, y sin embargo escapaban de su ser. Negro era, en su recuerdo oscuro, que escuchaba y que no era más que una luz que se apaga justo en el preciso momento del saber, en un espacio intangible, sin noche, sin día, más que con sólo la sensación nítida de una inmensidad a sus pies, sin un antes, ni un después, que le gobernara.

No era la primera vez, y no sería la última, en que un sueño o una realidad alternativa, surge en el portal que por algún motivo nos muestra a la salida.

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