Fue un grato fin de semana, después de una jornada de arduo trabajo, ya viernes por fin, estuve con una parte importante de mi familia, y mi buen amigo, incentivándole para que dé un salto tecnológico, poniendo ideas en su cabeza, progresos necesarios y estimulantes para ambos. Los niños jugando, los demás conversando, un rico licor sobre la mesa, y mi siempre fiel, pan con mantequilla. Un café bien caliente me fue ofrecido con total cariño, que con gran aprecio, agradecía como un niño. Temas varios, iban y venían, de sus ojos entusiastas y cansados, que a ratos con leve esfuerzo alegres proseguían. La saturación del trabajo, la tensión del día, era liberada gota a gota, con la destilación del encanto.
Al otro día, ya era Sábado, y sin más demora, ha “planificar” rápido se ha dicho, prometido era, se daba paso al siempre esperado “Día de Padre e Hija”. Recorrimos la gran ciudad en busca de aventura, y la encontramos, absolutamente solos los dos, nos dejamos caer sobre inmensos monstruos mecánicos, y nos internamos en una cascada pintada de sol y de alegría, en el bullicio de los jóvenes que con vigor corrían. Una cámara filmaba al azar, y de pronto se enfocó sobre mi pequeña, siguiendo su carrera, me dí cuenta porque de muy cerca de ella detrás corría.
Empapados quedamos, y nuestras ropas mojadas nos daba risa, que hacemos, nos decíamos, y en una centrífuga nos metimos por enteros, sumidos en la inercia y la velocidad nos fuimos secando a razón del intenso viento que nos batía.
Terminamos con una nube de algodón inmensa, en sus dedos pequeñitos y en los míos también, pegados, con el azúcar entre los dedos, y nos fuimos en un pintoresco carrito de dos pisos cantando, punche… punche… punche… rapeábamos con alegría. Hacía un frío intenso, que calaba los huesos, era ya de noche, tarde se hacía, y arropé a mi niña con mi casaca, quedando en polera, ella dormitaba en mi regazo, mientras la gigante oruga se movía.
Casi llegábamos, y un colectivo esperaba, a la intemperie quedamos un rato, mientras mi niña me preguntaba si frío sentía, a lo cual con gusto le miraba y simplemente le contestaba, que siempre con calor proseguía, apretando los dientes para que las castañuelas no se escucharan.
Una vez más, el día muy corto se hacía, y cansados tarde llegamos al hogar, con los pies desechos, pero secos y felices de haber disfrutado juntos, un día que hacía falta.
En un momento dado, el teléfono insonoro vibraba en mi bolsillo, cosa que rara vez sucedía. Contesto, y para sorpresa, la vanidad en persona me llamaba, aquel que gracias a sus cuidados, es el que en mejor condición física por tiempo se mantenía. Unos cuantos saludos varios de pocos segundos y al grano. Entonces el día siguiente ya ocupado.
Era domingo, muy temprano en la mañana, aún oscuro, y me levanto, preparo algunas cosas, coordino con un par de llamadas, y parto nuevamente. Destino, casa de mis padres. Un día feliz, y muy trabajado, todo el día ampliando una pieza, con ideas simples y frescas, donde todos aportamos.
Pero algo rescato, durante aquella mañana sucedió algo inesperado, por unos minutos, volví a mi infancia, mi padre me mandó a comprar, con su gentileza plasmática de siempre, y mientras la garuga empapaba mi rostro, sentí la brisa y el olor a tierra mojada que me transportó a otro mundo, todos los negocios estaban cerrados, aún era temprano, y todo eso me hizo pensar que estaba en otra ciudad, en un lugar de campo. Raro, pero lo disfruté, escasos minutos que me encantaron.
Salimos a comprar, materiales que requería, todo bien, y observaba a mi padre que a su avanzada edad, con sus rodillas adoloridas, a rápidos pasos, por el gran local se movía. Mi otro hermano, con mucha decisión, rápido también se manejaba, al hombro con las cosas, y una tremenda fortaleza física, que nacía de su profunda convicción de estar presente cuando más se requería.
Yo les observaba con gusto, casi con regocijo, dejándoles fluir con su esmero, trabajando como un gran equipo, con intensa energía, para luego en una enorme camioneta, circular en poco tiempo al siguiente paso que seguía. Trabajamos intensamente, todo estuvo bien, reímos, compartimos, tallas iban, tallas venían.
Después de comer un poco, me fui despidiendo, sin mucho protocolo me retiré despacio. Que tontera, un fuerte dolor abdominal me dejó paralizado, mi madre observaba desde la puerta con cierta intriga, pensó que buscaba la llave del auto, que en la mano ya tenía. La dejé en su creencia, disimulé mi dolor, le sonreí un poco, le agité la mano, bajé la solera. Que desesperación, y recordé que la calma siempre era la mejor medicina. Aguardé un minuto, no más que eso, y despacio manejé por la carretera.
Nuevamente tarde llego a casa, a mi humilde hogar que siempre añoro, donde encuentro calor, refugio, y un poco de paz, que siempre atesoro. El dolor ya había mitigado un poco, y bajar del auto fue tortuoso. Eso nos recuerda siempre, lo frágiles que somos y que la soberbia no es buena, porque nos puede caer un barco encima o un pequeño bicho de nuestros cuerpos se apodera.
Bueno, hoy ya es lunes, adolorido estoy, por todos lados, el músculo con alegría me recuerda, que el cuerpo está agotado, pero yo no le hago mucho caso, porque seguir siempre adelante, está escrito en un idioma extraño, en nuestro presente, nuestro futuro, y quién sabe para qué más, estamos.
Así soy, así fluyo, prisionero en este cuerpo que me transporta, que me distrae, que de vez en cuando me da un tirón de orejas, ya sea en el goce o la agonía, donde todo puede suceder, en tan sólo 3 días.
Al otro día, ya era Sábado, y sin más demora, ha “planificar” rápido se ha dicho, prometido era, se daba paso al siempre esperado “Día de Padre e Hija”. Recorrimos la gran ciudad en busca de aventura, y la encontramos, absolutamente solos los dos, nos dejamos caer sobre inmensos monstruos mecánicos, y nos internamos en una cascada pintada de sol y de alegría, en el bullicio de los jóvenes que con vigor corrían. Una cámara filmaba al azar, y de pronto se enfocó sobre mi pequeña, siguiendo su carrera, me dí cuenta porque de muy cerca de ella detrás corría.
Empapados quedamos, y nuestras ropas mojadas nos daba risa, que hacemos, nos decíamos, y en una centrífuga nos metimos por enteros, sumidos en la inercia y la velocidad nos fuimos secando a razón del intenso viento que nos batía.
Terminamos con una nube de algodón inmensa, en sus dedos pequeñitos y en los míos también, pegados, con el azúcar entre los dedos, y nos fuimos en un pintoresco carrito de dos pisos cantando, punche… punche… punche… rapeábamos con alegría. Hacía un frío intenso, que calaba los huesos, era ya de noche, tarde se hacía, y arropé a mi niña con mi casaca, quedando en polera, ella dormitaba en mi regazo, mientras la gigante oruga se movía.
Casi llegábamos, y un colectivo esperaba, a la intemperie quedamos un rato, mientras mi niña me preguntaba si frío sentía, a lo cual con gusto le miraba y simplemente le contestaba, que siempre con calor proseguía, apretando los dientes para que las castañuelas no se escucharan.
Una vez más, el día muy corto se hacía, y cansados tarde llegamos al hogar, con los pies desechos, pero secos y felices de haber disfrutado juntos, un día que hacía falta.
En un momento dado, el teléfono insonoro vibraba en mi bolsillo, cosa que rara vez sucedía. Contesto, y para sorpresa, la vanidad en persona me llamaba, aquel que gracias a sus cuidados, es el que en mejor condición física por tiempo se mantenía. Unos cuantos saludos varios de pocos segundos y al grano. Entonces el día siguiente ya ocupado.
Era domingo, muy temprano en la mañana, aún oscuro, y me levanto, preparo algunas cosas, coordino con un par de llamadas, y parto nuevamente. Destino, casa de mis padres. Un día feliz, y muy trabajado, todo el día ampliando una pieza, con ideas simples y frescas, donde todos aportamos.
Pero algo rescato, durante aquella mañana sucedió algo inesperado, por unos minutos, volví a mi infancia, mi padre me mandó a comprar, con su gentileza plasmática de siempre, y mientras la garuga empapaba mi rostro, sentí la brisa y el olor a tierra mojada que me transportó a otro mundo, todos los negocios estaban cerrados, aún era temprano, y todo eso me hizo pensar que estaba en otra ciudad, en un lugar de campo. Raro, pero lo disfruté, escasos minutos que me encantaron.
Salimos a comprar, materiales que requería, todo bien, y observaba a mi padre que a su avanzada edad, con sus rodillas adoloridas, a rápidos pasos, por el gran local se movía. Mi otro hermano, con mucha decisión, rápido también se manejaba, al hombro con las cosas, y una tremenda fortaleza física, que nacía de su profunda convicción de estar presente cuando más se requería.
Yo les observaba con gusto, casi con regocijo, dejándoles fluir con su esmero, trabajando como un gran equipo, con intensa energía, para luego en una enorme camioneta, circular en poco tiempo al siguiente paso que seguía. Trabajamos intensamente, todo estuvo bien, reímos, compartimos, tallas iban, tallas venían.
Después de comer un poco, me fui despidiendo, sin mucho protocolo me retiré despacio. Que tontera, un fuerte dolor abdominal me dejó paralizado, mi madre observaba desde la puerta con cierta intriga, pensó que buscaba la llave del auto, que en la mano ya tenía. La dejé en su creencia, disimulé mi dolor, le sonreí un poco, le agité la mano, bajé la solera. Que desesperación, y recordé que la calma siempre era la mejor medicina. Aguardé un minuto, no más que eso, y despacio manejé por la carretera.
Nuevamente tarde llego a casa, a mi humilde hogar que siempre añoro, donde encuentro calor, refugio, y un poco de paz, que siempre atesoro. El dolor ya había mitigado un poco, y bajar del auto fue tortuoso. Eso nos recuerda siempre, lo frágiles que somos y que la soberbia no es buena, porque nos puede caer un barco encima o un pequeño bicho de nuestros cuerpos se apodera.
Bueno, hoy ya es lunes, adolorido estoy, por todos lados, el músculo con alegría me recuerda, que el cuerpo está agotado, pero yo no le hago mucho caso, porque seguir siempre adelante, está escrito en un idioma extraño, en nuestro presente, nuestro futuro, y quién sabe para qué más, estamos.
Así soy, así fluyo, prisionero en este cuerpo que me transporta, que me distrae, que de vez en cuando me da un tirón de orejas, ya sea en el goce o la agonía, donde todo puede suceder, en tan sólo 3 días.
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