Día 20, un día que de seguro recordaría como un hito que marca ría un antes y un después, en la vida de un ser humano, y porque no, en la familia también. Un día lleno de tensión y preocupación, un día de fuerte lluvia, un día muy distinto.
Aquel día era Lunes, de trabajo normal, salvo por el hecho de haber llegado una hora antes y también haber salido una hora antes de lo habitual. Así fue como el hombre disperso en sus más profundos pensamientos se configuró para su gran momento. Eran las 17:00 hrs. Cuando emprendió rumbo hacia su nuevo destino, tomó el metro tan rápido como pudo, y mientras se trasladaba recibió su primer llamado. Era claro, su presencia era necesaria. Papeleo, protocolo, consentimiento, firmas y demás artilugios protocolares le esperaban.
Llegó presuroso, y a los pocos metros de un portal enteramente de vidrio, de un edificio en las cercanías de un centro comercial, se contuvo, bajó su revoluciones, dejó su preocupación de lado, su pena, su rabia, su nostalgia, y caminó pausadamente, hasta llegar al lugar. Una mujer le esperaba, junto a su hija y su hermana, y cuando le vieron, sonrieron. El ambiente era distendido, y el hombre bromeó en diversas formas con el tema. Todo el formalismo se transformó inmediatamente en parodia liviana y amigable, consiguiendo así la calma que en esos momentos era intensamente necesaria.
Luego de varias firmas y documentos, subieron. Dos cómodas sillas y una mesita fue el escenario de una larga espera. Se acomodaron hasta que llegó el gran momento y a las 19:00 hrs. El ingreso a pabellón llegó como el principio de un todo que vendría.
Una nueva y prolongada espera se dio. Pasaron algunas horas, y una familia llegó, eran personas muy especiales, muy queridas, que se hicieron presente, armonizando de mejor manera una larga espera.
El hombre que se encontraba sujeto a sus emociones, en ningún momento mostró su preocupación más allá de lo necesario, y oculto tras muchas bromas intentó dar un ambiente de tranquilidad en todo momento. Sabía que su pequeña le observaba, y pese a su corta edad, con disimulo, podría detectar su emotividad, y eso podría asustarla.
Por fin pudieron hablar con el cirujano, un tipo alto de apariencia amable, calmado, que en pocas palabras indicó que todo había salido bien, y que sólo tendría las incomodidades propias del evento. La biopsia realizada indicaría mayores antecedentes después.
Pasaron muchas horas, muchísimas, que se hacían interminables, pero el hombre jamás perdió su aparente calma. Hasta que por fin, después de mucha insistencia, logró entrar a la impenetrable sala de recuperación. Estaba acompañado de una tía, pero entró sólo unos minutos, ella dormía, en un estado de conciencia incierta. El hombre se quedó parado a su lado unos instantes, y vio su rostro tapado con una mascarilla, y algunos tubos conectados a su cuerpo, sensores y otros aparatos. Estaba solo, quieto, inmóvil, observándola en un profundo silencio. Acercó una de sus manos a su mejilla, y le acarició con ternura. Sus ojos se humedecieron, pero se contuvo. Ya habría tiempo para ello. Sacó discretamente un par de fotos con su celular y se retiró por un pasillo, sin pronunciar palabra. Hizo una pausa, respiró hondo, y continuó.
El hombre restauró su cordura, secó su rostro, y volvió a entrar con el familiar que le acompañaba, una tía muy querida.
Después, todo se transformó en una larguísima espera nuevamente, hasta las 2:00 AM. En que por fin la querida mujer fue trasladada hasta su habitación.
En pocos minutos, que parecían segundos, todos se despidieron. El hombre cogió la mano de su mujer, y le miró con ternura, pero siempre con una sonrisa, y sin muchas palabras también se despidió. El mensaje fue claro, “ya saldremos de esto, tranquila”. El no acostumbraba de proclamar su amor en palabras, pero sus sentimientos se traducían por si mismos en un lenguaje cifrado y silencioso. Quienes le conocían ya desde algún tiempo, le entendían perfectamente, sus motivos, y le respetaban por ello.
Mañana sería otro día…
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