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Detuvo su automóvil a unos pocos pasos de un hermoso acantilado, rodeado de naturaleza, y un verdor que ya anunciaba una fresca y renovadora primavera. El lugar elegido no era nuevo, pero aquel día tenía un sabor diferente. Hacía algo de calor, el día estaba totalmente despejado, y los colores alrededor parecían cobrar vida. Entonces miró por algunos breves segundos unos adoquines cercanos a sus pies, y pensó en las proporciones, las distancias, las justificaciones, mientras observaba sus diminutos zapatos. Podía recordar todo, y todo en su vida era claridad, portando en sí tanto los buenos como los no tan buenos recuerdos.
Entonces recapituló en su interior, y sintió nostalgia seguida de rabia, porque trataba de entender lo incomprensible. Tanta información, tanto conocimiento, y no podía desentrañar el puzzle que le presentaba una situación totalmente atípica a lo racional, a lo común, a lo cotidiano. Cómo podía manejar lo inmanejable, en realidad no podía, lo peor de todo es que no había nada malo en su crucigrama, era como tener todas las piezas a la mano y aún así no poder armar el rompe cabezas.
Luchaba lo emotivo con racional, algo que siempre estuvo claro, y que sin embargo en ese instante ya no, y eso le inquietaba. Tal vez era la costumbre de tener el control, de saber como mover las piezas a la perfección, le hacía pensar el por qué invertía involuntariamente tanta energía y tiempo en ello.
Miró los gráciles brotes de hojas de un árbol cercano, no muy grueso, de aspecto limpio y estilizado, que se erguía al lado de una roca, y se dirigió hacia el tocándole sigilosamente con su mano derecha, con sus dedos extendidos, casi juntos entre sí.
Puso atención, y leyó algunos escritos en el tronco, donde encontró varias cosas típicas y una en particular que le llamó la atención, acompañada de un gracioso dibujo.
Pensaba y pensaba mientras caminaba, buscando una esquiva respuesta. El enigmático algoritmo era simple, 2+2=4, no tenía sentido darle más vueltas, estaba claro, es más, porque como dice el dicho: “aquello que no tiene solución, deja de ser un problema”, pero en su pensamiento nunca le abandonaría. Estaba en su espíritu, inquieto, nómade, indómito e investigador, donde todo debía tener algún sentido científicamente explicable, y espiritualmente aceptable.
A fin de cuentas, todos somos diferentes, dificultades, problemas y soluciones siempre existirán, por tanto, “no hay nada que entender, solo hay que querer”.
Entonces recapituló en su interior, y sintió nostalgia seguida de rabia, porque trataba de entender lo incomprensible. Tanta información, tanto conocimiento, y no podía desentrañar el puzzle que le presentaba una situación totalmente atípica a lo racional, a lo común, a lo cotidiano. Cómo podía manejar lo inmanejable, en realidad no podía, lo peor de todo es que no había nada malo en su crucigrama, era como tener todas las piezas a la mano y aún así no poder armar el rompe cabezas.
Luchaba lo emotivo con racional, algo que siempre estuvo claro, y que sin embargo en ese instante ya no, y eso le inquietaba. Tal vez era la costumbre de tener el control, de saber como mover las piezas a la perfección, le hacía pensar el por qué invertía involuntariamente tanta energía y tiempo en ello.
Miró los gráciles brotes de hojas de un árbol cercano, no muy grueso, de aspecto limpio y estilizado, que se erguía al lado de una roca, y se dirigió hacia el tocándole sigilosamente con su mano derecha, con sus dedos extendidos, casi juntos entre sí.
Puso atención, y leyó algunos escritos en el tronco, donde encontró varias cosas típicas y una en particular que le llamó la atención, acompañada de un gracioso dibujo.
Pensaba y pensaba mientras caminaba, buscando una esquiva respuesta. El enigmático algoritmo era simple, 2+2=4, no tenía sentido darle más vueltas, estaba claro, es más, porque como dice el dicho: “aquello que no tiene solución, deja de ser un problema”, pero en su pensamiento nunca le abandonaría. Estaba en su espíritu, inquieto, nómade, indómito e investigador, donde todo debía tener algún sentido científicamente explicable, y espiritualmente aceptable.
A fin de cuentas, todos somos diferentes, dificultades, problemas y soluciones siempre existirán, por tanto, “no hay nada que entender, solo hay que querer”.
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