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Muchas veces, pasamos por alto aquellas cosas que nos parecen insignificantes, pero basta un detalle, donde todo puede cambiar en cuestión de segundos, y significar toda una existencia, incluso por generaciones. Esta es por ejemplo, una historia de una semilla, que en cierto sentido de la palabra, nos dá un verdadero motivo por el cual debemos cuidarla.
Historia:
Era primavera, sus pasos se hacían sentir entre la espesura de la naturaleza, bajo un cielo claro y despejado, adornado con pomposas nubes que se movían al compás de una suave brisa que se escabullía entre los grandes edificios cercanos, estáticos, rígidos, como gigantes presénciales de la grandeza existente en las minúsculas criaturas circundantes a sus pies. Poseían miles de ojos, y cada uno con pensamiento propio, observando, husmeando lo incomprensible, aquello que a simple vista no se podía distinguir a lo lejos. Un rasgo, un gesto, imperceptible, un mero aparente intercambio, nada inusual, pero en definitiva un suceso. De una a otra mano, una pequeña y aparente insignificante semilla cayó.
Nada parecía cambiar ante el hecho, pero ahí estaba, y todo comenzó a cambiar. Las raíces crecieron rápidas, frondosas e insistentes, las enormes enredaderas se fueron apoderando de los majestuosos gigantes, mientras los observantes sucumbían al transcurso del tiempo. Parecía unos pocos segundos, tan rápido como un pestañar, el sol se ocultaba una y otra vez, haciendo correr el día tras la noche en un eterno circular. Casi como líneas tenues, los diminutos seres se movían, en conjunto, solos, o en sus aparentes coches. Pobres, nunca sabrán que son, o que fueron, salvo aquellos que en un segundo tuvieron en sus manos la semilla que construyó aquel nuevo amanecer.
Mientras los edificios se roían, haciéndose desolados, despedazados, corroídos, doblados y doblegados en su estructura, la naturaleza crecía hasta más allá de sus cimas, inundando de verde todo el lugar, oscureciendo las zonas más bajas, y florecidas.
Habían pasado por lo menos 2000 años, todo había cambiado, el suelo, la atmósfera, el aire, el clima, la vida ya no era como se conocía, porque la semilla se había apoderado de aquel mundo en dónde sólo algunos pudieron perdurar pese al tiempo.
De esos pocos, nietos de los nietos de nietos, conocieron una nueva forma de convivir con el entorno, ya no vivían en aquellas primitivas estructuras creadas a razón de concreto. Solían dormir encapsulados en sus capullos, los mismos que les permitieron perdurar hasta el día que pudieron despertar y que conservaron como parte de su historia conocida, todo génesis para ellos.
Pero todo se escapa a la regla, y la fecunda semilla aún presagiaba la rebeldía, la inconformidad de aceptar lo preestablecido como una verdad absoluta. Por lo que dos de estos investigadores incansables, buscaron en lo más profundo de las peligrosas profundidades de aquel escenario selvático, una única respuesta, que les permitiese encontrar el origen y la razón de su existencia conocida. Se internaron, con equipo especial, tecnológicamente apta para la inclemente temperatura del subsuelo, hasta llegar a fondo, tocando el destruido concreto.
Buscaron por años, y no encontraron nada, no había rastro alguno, pero sabían perfectamente donde encontrarían la respuesta. Esta ahí, como siempre, bajo una raíz de varios kilómetros de ancho, y varios cientos de metros de profundidad, sumergido en la fortaleza de la convicción.
Escarbaron con cautela, con complejas y poderosas máquinas, gruesas y sólidas capas de una extraña naturaleza fecundada sin mayor necesidad de una explicación que la de su propia existencia, era vida, construida pacientemente a través de los años, más poderosa y más viva que el mismo tiempo, pero que con la paciencia de unos pocos años, fue posible descubrir, para revelar su misterio.
Después de muchos intentos, los 7 habitantes destinados para dicha misión, encontraron finalmente la respuesta. Cuando lograron llegar al centro mismo de la semilla, descubrieron lo insólito. Era un capullo herméticamente cerrado, tal y como los que les vieron nacer a los actuales habitantes, dos milenios después.
Trataron de sacarla en todas las formas posibles, sin dañar el capullo, pero este se resistía a salir, estaba atrapado por fuertes raíces que medían varios cientos de metros de espesor, lo que demoró los trabajos realizados por lo menos un par de años más.
Finalmente lograron sacar el curioso capullo, muy similar al resto, pero que denotaba un fuerte brillo en su interior.
Así fue como sometiéndolo a numerosas pruebas, un día finalmente lograron abrir el capullo y liberar su preciado contenido. Era una nueva semilla, que se desprendió de su interior, al suelo calló, y cuando eso ocurrió, todo el lugar quedó en blanco, como la nada misma, todo se rodeaba de una luz absoluta, sin sombras, sin olor, sin sabor, inmensamente silencioso, sin dolor y sin miedo. Fue entonces el día de la eterna paz, tan esperada por algunos, tan temida por otros, la cual duró, exactamente lo que duró mientras lentamente caía en la nada esta nueva semilla, convirtiendo todo en un nuevo renacer.
Al culminar el segundo, que pareció eterno, todo volvió a ser normal, y la semilla volvió a las manos de quién inicialmente la portaba, quién mirando con extrema ternura a los ojos de su receptor, dijo: - No la dejes caer, jamás.