06 marzo, 2009

1000 años y una Montaña

Vestía un larguísimo abrigo de color negro, su color favorito, apoyado siempre de un bastón, de apariencia interminablemente joven, y un rostro excesivamente blanco, así como sus suaves pero robustas manos. Caminando siempre tranquilo por las sombras, con calmados pero seguros pasos, circundando en las cercanías de aquel enorme jardín, tan sólo para apreciar su entorno y su colorida belleza. Era su refugio, donde alguna vez el amanecer le vio nacer.

A lo lejos, revoloteaba ansioso, un colibrí, del cual podía observar con toda calma la lentitud de su feroz aleteo. Era un día agradable, casi primaveral, digno de ser disfrutado en su plena magnitud. El sabía perfectamente que no duraría mucho, y pese a tener la habilidad momentánea de controlar su propia existencia, el tiempo se comportaba como si fuese su mayor enemigo.

Condenado a seguir controlando sus pulsaciones, y ver como la vida transcurría a su alrededor, en tan sólo un latido, no siempre soportaba la angustia interminable de ver una y otra vez, como aquellos a quienes tanto quiso, iban desapareciendo impugnable mente bajo el yugo del pasar de los años. Así fue como por primera vez vio partir a su abuelo, luego a sus padres, y posteriormente a sus propios hijos, envejecidos o enfermos, sin más, que la suerte comprometida con sus designios.

Desde muy niño, pudo observar como su crecimiento difería, pues casi no crecía, no se desarrollaba en lo absoluto y su menuda y delgadísima figura, nunca estuvo a la par con los demás. Sin embargo, su mente, evolucionaba rápida y perfectamente. Muchos médicos se presentaron envueltos en un profundo conocimiento, llenos de su ostentosos profesionalismos, y ni siquiera con los equipos más especializados, pudieron determinar el por que de su inusual desarrollo.

Con los años, dada su experiencia e inteligencia, comprendió hábilmente que el ser diferente, tendría un precio.

Luego de 200 años, potenció poco a poco su habilidad para observar, y apreciar las cosas simples de la vida, pudiendo aceptar el lento pasar de su vida. Entonces, vio como las personas, los vehículos, los animales, las cosas, los árboles, todo, absolutamente todo, hasta las estatuas, poseían movimiento propio, y parecían cobrar una extraña forma de vida. Las personas siempre corrían, así como los animales, los árboles se movían veloces siguiendo el compás del viento como si fuese un fuerte huracán, las mismas flores se habrían y cerraban, cada vez que el día se transformaba en noche, y la noche en día, como si fuese un breve parpadear. Las estatuas, iban cambiando, ya sea su forma, como su posición, a la vez que su coloración, su tono, variaba. Un conjunto de diversas manchas aparecían y desaparecían, en un constante movimiento. Los edificios, también se movían como gigantes caminates, pesados, balanceándose mientras una constante vibración los estremecía. Los vehículos apenas mostraban algunos destellos de luz en la noche, como rayas magistralmente trazadas sobre un lienzo diluhible, mientras que en el día, estos mismos vehículos, se apreciaban como transparentes señales presenciales.

Podía controlar aquel flujo de su existencia, y así como aparentemente podía detener en el tiempo con sólo pensarlo, también tenía la habilidad de hacer lo contrario, y vivir tan rápido, capaz de ver como todo el mundo se detenía haciendo una interminable pausa, sumida en una coordinada distorsión.

Durante su vida, cambió muchas veces de identificación, para poder simular su avanzadísima edad y aparentar cierta normalidad, respecto al resto. Lo demás era más fácil, y recurrió siempre a su total soledad, ya que sería su mejor compañía, porque de esta forma ya no vería más el partir de aquellos que no le podían seguir. Entonces, como vivir así, como seguir así, era simplemente inhebitable, por tanto aprendió a vivir así, sin más cuestionamientos que le atormentasen, porque ya había luchado en más de una ocasión, sin más ganancia que lo que ocasiona una simple batalla perdida, por aquello que insoluble mente siempre le acompañaría.

Tal vez, lo único que necesitaba era una señal, un indicio, o simplemente una respuesta a lo inexplicable. Era un intangible, un sentir constante en su cabeza, cada vez que creía estar cerca de encontrar la pregunta que lo llevaría a conocer la luz de su tan ansiada respuesta.

Para qué vivir tanto, entonces, o porqué vivir tan poco, si al fin de cuentas, el tema se trata de vivir, aún siendo distinto a los demás, a su vez era tan prisionero como todos, quienes encerrados en sus propios asuntos, nunca se cuestionarían el por qué, de sus propias existencias.

Así, después de 1000 años, un día, desde la cima de una gran montaña, gritó su desdicha al viento, y finalmente decidió compartir su saber, su conocimiento, su experiencia, buscando siempre aquella señal emanada desde algún rincón, también oculto y solitario, donde lo verdadero cobraba un real sentido, bajo el constante soplar del viento que después de siglos azotaba sus manos.

Aquello que nunca termina, es porque nunca empieza, ya que asimismo nunca se empieza aquello que nunca termina.

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