04 junio, 2009

Hojas al viento


Una a una las hojas esparcidas en el piso se hacían escuchar, en un crujiente encuentro con sus robustos zapatos, muchas veces se movían al compás del viento, como queriendo cederle el paso a aquel hombre, que meditaba absorto en sus pensamientos, mientras apreciaba ese leve detalle de la naturaleza.

Casi sin dirección, en pasos tranquilos y pausados, dejaba fluir sus manos, discretamente, en el espacio vacío, como queriendo coger algo que no existía. La sutileza con que se movían sus dedos era imperceptible para el resto de los transeúntes que pasaban a su lado sin notar su presencia.

De pronto, se detuvo un instante, respiró hondo, y extendió levemente sus brazos, aparentemente, porque ya había logrado tocar aquello que anhelaba. Entonces, se dio un momento, y poco a poco empezó a sentir un cosquilleo en sus palmas, teniendo así, la certeza de estar tocando algo, pero sin tocarlo. Eran otras manos, pequeñas y delicadas, tersas y suaves, que sujetaban un lápiz de grafito que se movía entre aquellos inquietos dedos. Cuando por fin pudo captarlo, y el movimiento del lápiz se detuvo de inmediato, y un minúsculo escalofrío se dejaba ver en la piel.

Con mucha ternura y cuidado, desplazó la yema de sus dedos por encima, y sin ver, pudo ver que esos ojos se cerraban en un lentísimo parpadear, como queriendo dormir en aquella cautivadora sensación. Pudo apreciar que su piel cambiaba de textura, y los finos vellos se erizaban en la medida que sus manos le tocaban sin tocar. Una música en sus oídos, le aislaba del mundo exterior, y producía un ambiente de profunda paz. No pretendía nada, absolutamente nada, más, tan sólo sentir la cálida textura de sus manos entre las suyas.

Cuando recorrió su muñeca, y luego fue por su antebrazo, y se sintió osado, porque percibía como su respiración y la de ella cambiaba. Inmediatamente, recordó el motivo de su reprensión al ver que las hojas a su rededor fluían en torno a él, como si fuese un remolino otoñal. Entonces se detuvo, y las hojas cayeron a sus pies, mientras las miradas atónitas de los transeúntes oscultaban curiosos el lugar donde estaba, porque ahí, no había nadie, más que sólo las hojas.

Los transeúntes, al ver que la ventisca cesaba, continuaron su camino con ajena normalidad. Algunos comentaban el fenómeno sucedido, otros simplemente no supieron apreciar aquello que no entendían y continuaron sometidos en dirección a sus cotidianas rutinas.

Sólo las hojas fueron real testigo, de algo tan sutil y mágico, como el tacto de un ser, que simplemente buscaba respuestas en las delicadas manos de otro ser.

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