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Fue un fin de semana de inauguración, la casa era amplia y cómoda, bella para una familia bella. Cuatro eran los niños, que alguna vez en mis brazos estuvieron, y que de ahora en adelante, gracias a sus padres, verán un nuevo amanecer más limpio, más sereno.
Cosas eléctricas y cortinas que instalar, y lo más importante, compartir en familia, un momento feliz, para todos, como un sueño.
No obstante, vi en su mirada, desde el techo, su sonrisa tierna, su inquietud, también su miedo. Yo le comprendo, sabía por lo que estaba pasando, pero guardé silencio. Nada que dijera podría cambiar su destino, y la habilidad para curar sólo sería un sueño en mi profundo anhelo.
Sé donde está ahora, es un lugar lejano y costero, con su herencia, su prole a cuestas, en donde el aire es más fresco, donde las olas del mar quizás alivien su pronto vuelo. El padre de la madre de la hija, quién en sus propias manos o no, forjó su propio destino, está allá, lejos y aún lo siento. Su dolor es mi dolor, y su miedo el mío. Es claro, es nítido, y con un llamado telefónico lo confirmo. El está bien, ella me dice, y ambos sabemos que su falta de apetito es un signo. Inapetencia, que sutil, que discreto. Así, nadie cuestiona, lo que por obvio sabemos.
Es raro, no le debo nada, y a su vez todo le debo, porque gracias a su existencia, ella existe y algo nuevo y muy valioso tengo, una vida, una herencia propia, un motivo, aquel motivo que me salvó desde un puente en días lejanos y perdidos.
Sé donde está, sé como se siente, sé lo que viene, no quiero ver, pero es elocuente, que el tiempo merma hasta al más aguerrido. Un pequeño hombre, pero grande en su afán de seguir vivo, como hombre sencillo, libre como el viento, y apegado a los suyos.
Guardará hasta el final su secreto, y dejará temprano lo que más quiso, no quiero ver y veo, en sus ojos el mismo brillo que en otros he visto.
Cosas eléctricas y cortinas que instalar, y lo más importante, compartir en familia, un momento feliz, para todos, como un sueño.
No obstante, vi en su mirada, desde el techo, su sonrisa tierna, su inquietud, también su miedo. Yo le comprendo, sabía por lo que estaba pasando, pero guardé silencio. Nada que dijera podría cambiar su destino, y la habilidad para curar sólo sería un sueño en mi profundo anhelo.
Sé donde está ahora, es un lugar lejano y costero, con su herencia, su prole a cuestas, en donde el aire es más fresco, donde las olas del mar quizás alivien su pronto vuelo. El padre de la madre de la hija, quién en sus propias manos o no, forjó su propio destino, está allá, lejos y aún lo siento. Su dolor es mi dolor, y su miedo el mío. Es claro, es nítido, y con un llamado telefónico lo confirmo. El está bien, ella me dice, y ambos sabemos que su falta de apetito es un signo. Inapetencia, que sutil, que discreto. Así, nadie cuestiona, lo que por obvio sabemos.
Es raro, no le debo nada, y a su vez todo le debo, porque gracias a su existencia, ella existe y algo nuevo y muy valioso tengo, una vida, una herencia propia, un motivo, aquel motivo que me salvó desde un puente en días lejanos y perdidos.
Sé donde está, sé como se siente, sé lo que viene, no quiero ver, pero es elocuente, que el tiempo merma hasta al más aguerrido. Un pequeño hombre, pero grande en su afán de seguir vivo, como hombre sencillo, libre como el viento, y apegado a los suyos.
Guardará hasta el final su secreto, y dejará temprano lo que más quiso, no quiero ver y veo, en sus ojos el mismo brillo que en otros he visto.