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Era una época, donde no existían diferencias raciales, en un lugar donde de hecho, no existían razas. Había pasado ya bastante tiempo, y varias generaciones sin ver gente diferente, lo que con el tiempo se transformó en natural aceptación.
Marchant era un niño pecoso, muy sonriente, de pantaloncillos cortos, que generalmente gustaba de ir al taller de de su padre, para la época de las “cosechas embrionarias”. Era inquieto, alegre, y muy curioso, todo lo quería saber, incluso, lo que no preguntaba, lo averiguaba de alguna u otra forma. Solía quedarse horas mirando los blindados cilindros de la fábrica, apreciando y contemplando a sus símiles, conjuntamente con otros niños de su misma edad, que jugaban y revoloteaban por el lugar.
El distrito, era apacible, algo frío y muy extenso, de varios cientos de kilómetros a la redonda. Los chicos por lo general, no se internaban más allá del sector iluminado. Pero aquel día, Marchant se sintió atraído por un destello hacia el fondo de un enorme pasillo, y alejándose del grupo, se internó en el lugar.
A simple vista, el lugar parecía no tener fin. Caminó largamente, por varios minutos, hasta llegar a una zona que no había explorado nunca, donde encontró cilindros iguales a los que había visto al inicio, pero de mayor tamaño.
Había poca luz, pero era suficiente como para leer las plaquetas de identificación, las cuales todas tenían un códigos de barras impregnados en la piel, al igual que los de él y de su familia y amigos.
Marchant, se esmeró por ver a través de los cristales, percatándose de que eran iguales a los más pequeños, sólo que en su interior, había cuerpos más desarrollados que flotaban en un líquido viscoso y amarillento, cuyos rostros, portaban las mismas características que las de su padre, pero bastante más altos y robustos, de por lo menos 2 metros y medio.
Más allá, se visualizaban otros cilindros, aún más grandes y más anchos todavía, y así sucesivamente, hasta incluso unos de 30 metros de altura, apenas visibles a la distancia. Tras esos últimos, unas paredes inmensamente grandes, también de grueso cristal, que ya no era posible distinguir su magnitud.
Pero ahí estaba, un niño de muy corta edad, con su pálido rostro, observando lo grandes que eran esos cuerpos. Pensó para sí, que pronto crecería y algún día sería como ellos.
Volvió con sus amigos, y rápidamente se fue donde su padre para contarle de su descubrimiento. El padre le escuchó con paciente inquietud.
- Cuanto tiempo estuviste caminando hijo?
- Casi una hora Papá.
- No es prudente que vayas para allá, tan lejos, la fábrica es muy grande y te puedes perder.
- Lo sé Papá, pero quise saber, y como ves… supe como volver.
- Qué viste?
- Vi unos terrinos gigantes, papá, como nosotros. Eran inmensos.
- Mañana iremos, con más luz de día, que te parece…
- Sí, si, vamos, vamos mañana… Respondió el niño con enfático entusiasmo.
Aquella noche, su padre le acunó con nostálgica ternura, y le acompañó hasta que su niño cansado y feliz, se durmió, entrando en un sueño profundo y hermoso, del cual jamás despertó.
Marchant era un niño pecoso, muy sonriente, de pantaloncillos cortos, que generalmente gustaba de ir al taller de de su padre, para la época de las “cosechas embrionarias”. Era inquieto, alegre, y muy curioso, todo lo quería saber, incluso, lo que no preguntaba, lo averiguaba de alguna u otra forma. Solía quedarse horas mirando los blindados cilindros de la fábrica, apreciando y contemplando a sus símiles, conjuntamente con otros niños de su misma edad, que jugaban y revoloteaban por el lugar.
El distrito, era apacible, algo frío y muy extenso, de varios cientos de kilómetros a la redonda. Los chicos por lo general, no se internaban más allá del sector iluminado. Pero aquel día, Marchant se sintió atraído por un destello hacia el fondo de un enorme pasillo, y alejándose del grupo, se internó en el lugar.
A simple vista, el lugar parecía no tener fin. Caminó largamente, por varios minutos, hasta llegar a una zona que no había explorado nunca, donde encontró cilindros iguales a los que había visto al inicio, pero de mayor tamaño.
Había poca luz, pero era suficiente como para leer las plaquetas de identificación, las cuales todas tenían un códigos de barras impregnados en la piel, al igual que los de él y de su familia y amigos.
Marchant, se esmeró por ver a través de los cristales, percatándose de que eran iguales a los más pequeños, sólo que en su interior, había cuerpos más desarrollados que flotaban en un líquido viscoso y amarillento, cuyos rostros, portaban las mismas características que las de su padre, pero bastante más altos y robustos, de por lo menos 2 metros y medio.
Más allá, se visualizaban otros cilindros, aún más grandes y más anchos todavía, y así sucesivamente, hasta incluso unos de 30 metros de altura, apenas visibles a la distancia. Tras esos últimos, unas paredes inmensamente grandes, también de grueso cristal, que ya no era posible distinguir su magnitud.
Pero ahí estaba, un niño de muy corta edad, con su pálido rostro, observando lo grandes que eran esos cuerpos. Pensó para sí, que pronto crecería y algún día sería como ellos.
Volvió con sus amigos, y rápidamente se fue donde su padre para contarle de su descubrimiento. El padre le escuchó con paciente inquietud.
- Cuanto tiempo estuviste caminando hijo?
- Casi una hora Papá.
- No es prudente que vayas para allá, tan lejos, la fábrica es muy grande y te puedes perder.
- Lo sé Papá, pero quise saber, y como ves… supe como volver.
- Qué viste?
- Vi unos terrinos gigantes, papá, como nosotros. Eran inmensos.
- Mañana iremos, con más luz de día, que te parece…
- Sí, si, vamos, vamos mañana… Respondió el niño con enfático entusiasmo.
Aquella noche, su padre le acunó con nostálgica ternura, y le acompañó hasta que su niño cansado y feliz, se durmió, entrando en un sueño profundo y hermoso, del cual jamás despertó.
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