Solía contemplar las hojas resecas bajo sus pies descalzos, aquellas
mismas que se movían a su paso, entre remolinadas y caprichosas figuras. Quería
sentir el fulgor del rocío, y la humedad de la tierra revoloteando
en su piel y en su vida despierta.
Caminó largas horas, y de pronto, se detuvo a escasos metros
de unos grandes árboles de pino, reclinándose ante su belleza. Su presencia parecía
estar ausente del mundo, mientras el mundo a su rededor desaparecía. Era tan sólo
un segundo, y se quedó ahí, pasmado contemplando una flor, única e inquieta.
Quiso tocar, y lo hizo con tal delicadeza, que así por fin pudo respirar, sin dañar sus pétalos ni su esencia.
Se quedó ahí un instante, junto a ella, como queriendo
hacer de compañía. Estuvo a ratos en silencio, y de vez en cuando dialogaba
con ella… pero ella era una flor, orgullosa y como tal, no respondía.
No sabía que pensar, no sabía que hacer, sólo recordaba cómo
podía imaginar tantas cosas bellas, mientras la luz iluminaba sus ojos hasta el
punto que ya no podía verla.
Estaba ahí, simplemente ahí, una y otra vez, como siempre estuvo, desde antes y después, con su única flor y tierra.
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