28 septiembre, 2012

La Casita de Rhó


Es curioso, pero con todas estas situaciones de fallos cada vez más frecuentes en los dispositivos tecnológicos, resulta indescriptible un que un mundo tan dependiente de ello, pueda sobrevivir a la carencia de esas comodidades.

Era el caso de la casita de Rhó,  un humilde lugar, alejado de las afueras de ciudad, libre de contaminación, del ruido, rodeada de los últimos árboles frondosos existentes en el planeta. Lugar declarado “Santuario Natural Mundial”, en el cual sólo Rhó estaba autorizado a permanecer y trabajar.

El lugar estaba totalmente incomunicado del mundo exterior, plenamente cercado por grandes y empinados muros de muy difícil acceso. Por años Rhó permaneció fiel en su labor de investigador, logrando conocer y comprender cada rincón del lugar, donde la necesidad tecnológica era inexistente, ya que para su subsistencia, la misma naturaleza le proveía lo necesario.

Gran parte de su trabajo consistía en la preservación y desarrollo de nuevas formas de alimentos, que fuesen de fácil transporte, conservación, aporte nutricional y que a su vez ocupasen un mínimo de espacio.

El mundo había llegado a un número casi inmanejable de habitantes, lo que derivó en medidas extremas para mejorar el problema del hacinamiento. Muchos habitantes decidieron por firmar ciertos contratos de   “Encapsulamiento”, donde sus cuerpos podían hibernar largas temporadas, logrando así un considerable ahorro de energía y una drástica disminución en la generación de desperdicio y basura.

Un tercio de la población mundial trabajaba arduamente en la conservación y cuidados de las cápsulas, y algunos se turnaban para asumir el mismo tratamiento que los demás.

Pasaron así los años, y pese a la prohibición de las natalidades, la población mundial no disminuía, ni si quiera con la incorporación de las directivas de “Eutanasia”, decretada para aquellos casos en estados terminales.

Rhó muchas veces observaba desde su balcón, como el colorido de una ciudad era amainada por los débiles intentos de controlar lo incontrolable, la masa. Pensaba para sí, en todo el espacio que tenía disponible, pero a su vez, sabía lo destructivo que sería poblar aquel último santuario. Su deber era cuidar y proteger, para que muchos pudiesen sobrevivir. Pero un día, reflexionó sobre el significado de la conservación, y el por qué los humanos suelen retener con tanto ahínco, algo que en definitiva permanecerá almacenado por siglos. Era obvio que los sentimientos producen apegos, y estas necesidades eran propias en cada ser vivo, por lo menos en ese planeta.

Bajó entonces de la montaña, y se dirigió con decisión hacia el gran muro, hasta encontrarse frente a frente con el inmenso y reforzado portón, único acceso al lugar. Contrariando su deber, activo los códigos de seguridad y este se abrió lentamente.

Ante él, pudo apreciar detalles que nunca había visto desde la lejanía en que estaba. Se había acostumbrado tanto a su soledad, que con los años, su pensamiento y sus recuerdos de la ciudad que conocía, permanecieron intactos, quedando atónito ante una realidad totalmente diferente.

Recogió su vehículo y recorrió la ciudad de extremo a extremo, sintiendo un escalofrío inimaginable en cada desolado kilómetro.

El movimiento que se apreciaba desde lejos, era simplemente la automatización de una civilización que se había diezmado en un inútil intento por sobrevivir.

Llegó así prontamente la noche, y no tuvo más que volver a su base. En su mente, estaba la idea fija de cuál era el sentido de tanto esfuerzo y trabajo realizado por tantos años, ¿Había sido en vano?...

El gran portón entre abierto estaba nuevamente ante él, detuvo un instante su vehículo, y miró unos segundos por el retrovisor, recordó sus tubos de ensayo, y luego de eso, observó un letrero electrónico de grandes letras en la entrada, que decía...


“Total habitantes: 1”,
“Ubicación: La Casita de Rhó”.


Recordó lo bueno, sintió alivio, y entonces… sonrió.


27 septiembre, 2012

Hoy


Una brisa inquieta empañaba sus lentes, mientras la humedad de la garuga se esparcía suavemente sobre su rostro alzado. Respiraba profundamente aquel aire fresco, tan lleno de naturaleza y libertad que la amplitud de sus recuerdos parecían acoger un sentimiento enajenado y a su vez cercano, haciendo que el frío fuese ser algo secundario.

En su ceguera, extendía sus manos como tratando de tocar el abismo de su propia nebulosa. Los sonetos caían así en sus pensamientos mezclándose entre números y sensaciones, que por algunos segundos, le pareció inquietantes.

Reclinó su cabeza y la movió de lado a lado, como queriendo despabilar de un sueño imaginario. El frío primaveral tenía algo de calidez, añoranza, y un dejo de melancolía. Podía ver, no como los demás, pero si era capaz de ir más allá de los sentidos cotidianos.

Buscó entre sus cosas, revisó y sacó algunos papeles, anotaciones, cuentas varias y cosas propias de un quehacer diario, en un día como cualquier otro, quizás, o tal vez, un día como hoy.

22 septiembre, 2012

Observamos

Había trasnochado, una vez más, como siempre, como a veces, porque así es el tiempo de mezquino, que parece desvanecerse ante la necesidad de un momento, un todo, o un rato.

El sol naciente de la mañana siguiente, que es hoy, apareció de improviso. Prontamente se hicieron breves preparativos, un desayuno suave, y dispuestos a estar donde se quiere estar, sin saber, sin planificar, y lo mejor, sin siquiera esperar nada a cambio.

Una larga caminata fue, entre ajedrez, nados, y cantos, desplazándonos por verdes y hermosos parajes, recorridos más de una vez, buscando conocimientos, al compás de una suave voz que siempre estará a su lado. Era caminar en par, como cuando se camina en soledad buscando las palabras precisas, no dichas, en la brisa que endulza sus labios.

Breve fue, valioso es, y por supuesto, grato. Al fin y al cabo, lo más importante de cada momento en esta vida, radica  en tener la capacidad de guardar aquel pedacito de felicidad, que nos brinda un  espacio, único, de paz que de vez en cuando, observamos.



06 septiembre, 2012

Reflejos


Como de costumbre, se encaminaba en dirección a su trabajo. Cuando llegó al imponente edificio. Se dirigió hacia el ascensor, era muy temprano aún y no había nadie. Marcó como siempre el piso 301, y esperó paciente con sus audífonos en sus oídos, mientras escuchaba música a la vez que las puertas se cerraban y el mecanismo se activaba.

Ea algo estrecho y siempre le colocaba nervioso. Generalmente procuraba mantenerse  sumido y concentrado en sólo en su música.

Miró su dispositivo de audio, el cual indicaba en forma parpadeante “batería baja”. A los pocos segundos la música dejó de escucharse y sólo quedó el ruido quebradizo y crujiente del mecanismo, que dado su antigüedad, para colmo, subía lentamente.

Asumió con resignación lo largo que le parecería su viaje ahora. Se armó de paciencia,  y levantando su cabeza con ligera timidez, y observó aquel reducido lugar de cinco paredes, que estaba lleno de espejos, perfectamente alineados.

Se preguntó si habría algún motivo lógico para construir un ascensor así, y por qué aún estaba en funcionamiento con tan antiguo y primitivo sistema de cableado, en una época dónde las “Barras Electromagnéticas” eran lo más comúnmente utilizadas como instrumentos de suspensión y energía.

Ahí estaba, sólo, observándose a si mismo, en distintos ángulos y un número infinito de veces replicado por el reflejo, en una falsa profundidad. Era como estar en el interior de un caleidoscopio gigante, con una luz que se perdía en la distancia.

Era extraña aquella sensación, algo difusa, e incomprensible, como si se estuviese observándose a si mismo, y a su vez, el mismo reflejo le estuviese observando.

Faltaba apenas un piso que le pareció una eternidad, y los reflejos no dejaban de mirarle, con lo que prontamente la desesperación se fue apoderando de sus sentidos.

Apenas abrió la puerta del ascensor en el piso 301, vio ante sí, un largo pasillo, oscuro, apenas iluminados por la tenuidad de los focos adheridos al techo. Avanzó apenas unos cortos pasos para salir del ascensor, y justo antes de lograr salir, fue jalado con fuerza desde su chaqueta hacia el interior. Tropezó con el borde de la entrada, y calló de espalda al piso, y sólo pudo ver la perplejidad de su rostro reflejada en el espejo superior.

Las puertas se cerraban prontamente por lo que instintivamente tuvo que encuclillar sus piernas con rapidez, ante el eminente apretón. Entonces, ahí quedó, dentro del ascensor, sentado en el piso, siendo observado una vez más por si mismo.

Su chaqueta estaba rota. El motivo, fue simplemente porque se había atascado en la puerta, - se trató de tranquilizar a si mismo, era lo más lógico. Nunca se había sentido tan sólo en aquel lugar, ni tan desposeído.

Era muy temprano, y todo parecía tan distinto, los mismos espejos a los cuales nunca había prestado atención, producto de la cantidad de personas que generalmente subían  con el, y más el no tener su música, le hizo pensar en que nunca estuvo realmente acompañado, y nunca estuvo realmente sólo.

No era un sueño, era real, una de esas realidades que suceden ocasionalmente, cuando por primera vez logras poner atención en la carencia por sobre la plenitud, al momento en que encuentras aquella realidad que siempre prefieres evitar, o negar, que gira en torno a tu propio movimiento al compás de simples reflejos.