Es curioso, pero con todas estas situaciones de fallos cada
vez más frecuentes en los dispositivos tecnológicos, resulta indescriptible un
que un mundo tan dependiente de ello, pueda sobrevivir a la carencia de esas comodidades.
Era el caso de la casita de Rhó, un humilde lugar, alejado de las afueras de
ciudad, libre de contaminación, del ruido, rodeada de los últimos árboles
frondosos existentes en el planeta. Lugar declarado “Santuario Natural Mundial”, en el
cual sólo Rhó estaba autorizado a permanecer y trabajar.
El lugar estaba totalmente incomunicado del mundo exterior,
plenamente cercado por grandes y empinados muros de muy difícil acceso. Por
años Rhó permaneció fiel en su labor de investigador, logrando conocer y
comprender cada rincón del lugar, donde la necesidad tecnológica era inexistente, ya que para su subsistencia, la misma naturaleza le proveía lo necesario.
Gran parte de su trabajo consistía en la preservación y
desarrollo de nuevas formas de alimentos, que fuesen de fácil transporte, conservación,
aporte nutricional y que a su vez ocupasen un mínimo de espacio.
El mundo había llegado a un número casi inmanejable de
habitantes, lo que derivó en medidas extremas para mejorar el problema del
hacinamiento. Muchos habitantes decidieron por firmar ciertos contratos de “Encapsulamiento”, donde sus cuerpos podían
hibernar largas temporadas, logrando así un considerable ahorro de energía y
una drástica disminución en la generación de desperdicio y basura.
Un tercio de la población mundial trabajaba arduamente en la
conservación y cuidados de las cápsulas, y algunos se turnaban para asumir el
mismo tratamiento que los demás.
Pasaron así los años, y pese a la prohibición de las
natalidades, la población mundial no disminuía, ni si quiera con la incorporación
de las directivas de “Eutanasia”, decretada para aquellos casos en estados
terminales.
Rhó muchas veces observaba desde su balcón, como el colorido
de una ciudad era amainada por los débiles intentos de controlar lo
incontrolable, la masa. Pensaba para sí, en todo el espacio que tenía
disponible, pero a su vez, sabía lo destructivo que sería poblar aquel último
santuario. Su deber era cuidar y proteger, para que muchos pudiesen sobrevivir.
Pero un día, reflexionó sobre el significado de la conservación, y el por qué
los humanos suelen retener con tanto ahínco, algo que en definitiva permanecerá
almacenado por siglos. Era obvio que los sentimientos producen apegos, y estas
necesidades eran propias en cada ser vivo, por lo menos en ese planeta.
Bajó entonces de la montaña, y se dirigió con decisión hacia
el gran muro, hasta encontrarse frente a frente con el inmenso y reforzado
portón, único acceso al lugar. Contrariando su deber, activo los códigos de
seguridad y este se abrió lentamente.
Ante él, pudo apreciar detalles que nunca había visto desde
la lejanía en que estaba. Se había acostumbrado tanto a su soledad, que con los
años, su pensamiento y sus recuerdos de la ciudad que conocía, permanecieron
intactos, quedando atónito ante una realidad totalmente diferente.
Recogió su vehículo y recorrió la ciudad de extremo a
extremo, sintiendo un escalofrío inimaginable en cada desolado kilómetro.
El movimiento que se apreciaba desde lejos, era simplemente
la automatización de una civilización que se había diezmado en un inútil
intento por sobrevivir.
Llegó así prontamente la noche, y no tuvo más que volver a
su base. En su mente, estaba la idea fija de cuál era el sentido de tanto esfuerzo
y trabajo realizado por tantos años, ¿Había sido en vano?...
El gran portón entre abierto estaba nuevamente ante él, detuvo
un instante su vehículo, y miró unos segundos por el retrovisor, recordó sus
tubos de ensayo, y luego de eso, observó un letrero electrónico de grandes
letras en la entrada, que decía...
“Total habitantes: 1” ,
“Ubicación: La Casita de Rhó”.
Recordó lo bueno, sintió alivio, y entonces… sonrió.