03 septiembre, 2010

Hospital


El día estaba oscuro y frío, la noche prontamente se posó sobre la gran ciudad. Caminé presuroso, apenas algunos vagos indicios de agua acusaban algo de lluvia. El saludo cordial con un viejo amigo en una esquina próxima a una farmacia y prontos y dispuestos nos dirigimos hacia el hospital. El agua amenazante se acentuaba con cierta displicencia.

Era una visitita breve y discreta, de no más de diez minutos. Cuando ingresé al recinto, tras subir por las escaleras un par de pisos, nos adentramos en la habitación compartida. Ahí estaba, aún convaleciente, y tras saludar a la familia, pude conversar unos instantes. Cogí su mano, pequeña, fina y delicada, pudiendo percibir su alegría interior, que inesperadamente se acentuaba en su rostro y en su mano que se prendía con fuerza sobre la mía. Eso fue lo más reconfortante, simplemente saber que estaba bien, sin peligro y de buen ánimo. Los hermanos se abrazaron unos minutos, expresiones de cariño, momentos irrepetibles, únicos, y no pude resistir la tentación de dejar impregnada aquella imagen en mi cámara.

Luego de eso, mi viejo amigo me encaminó, hasta la puerta, ambos agradecidos. Pensaba en ese instante, que si somos capaces de arrancar una sonrisa en el rostro de un niño eterno, entonces valió la pena esta vida.

Lo siguiente fue caminar bajo la torrentosa lluvia, mi rostro mojado por completo empapaba mi ropa, y en un instante dado, cuando esperaba un colectivo, levanté la mirada al cielo, para simplemente decir, gracias... por el tiempo otorgado.



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